Hoy traigo buenas noticias: Dios nos quiere perfectos, pero no porque sea un tirano exigente sin escrúpulos, sino porque nos hizo a su imagen y semejanza. ¿Y sabes qué sucede?, que cada vez que dejamos de ser como somos, nos alejamos de Él.
Pero la realidad es que no somos perfectos. No somos figuras geométricas exactas, no somos cuadrados con ángulos de 90º. Más bien, con el paso de los años, tendemos a redondear nuestras esquinas, a desgastar nuestras aristas. Nos tornamos en ciertas formas irregulares y quebradizas, a veces amorfas.
El asunto es que, qué ha sido de aquella mágica pregunta que nos hacían nuestros mayores y que nos ponían cara a cara con nosotros mismos, ¿Qué quieres ser de mayor? ¿Qué quiero ser de mayor?, tristemente, la olvidamos demasiado pronto, como si la vocación fuera cosa de infancia. Y la verdad es que no deberíamos dejar de hacérnosla nunca, porque esa pregunta inocente nos coloca ante el propósito de nuestra vida. Y es que para ese propósito, siempre seremos demasiado pequeños, demasiado pobres, porque esa pregunta se hace siempre desde la nimiedad del ser.
La trascendencia y Dios. El hombre y Dios. La vida y la muerte. Son binomios que no se separan ni cuando nosotros queremos hacerlo, porque nada y en ningún caso podremos, sólo nos queda negar a nuestro antojo. Sin embargo, buscar el sentido de la existencia es lo único que nos asegura un camino seguro, aunque sea arduo, incomprensible para muchos e incluso, a veces, para nosotros mismos. Nuestra vida es un mundo de preguntas que se presentan concéntricas y, que en una sociedad secularizada, nos empuja a alejarnos de la conciencia primero, luego de la familia, después de la cultura ancestral que nos protege… Hasta que por fin, vacíos de todo, nos entregamos al Estado.
La conciencia no es una invención humana, sino una autoridad moral que nos orienta hacia Dios. San John Henry Newman, en 1875, en una carta dirigida al Duque de Norfolk, a propósito de esto mismo, escribía «la conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo»
El ser humano anhela una vida mejor. Ese deseo lo dirige, consciente o inconscientemente, hacia un horizonte que, sin Dios, acaba reduciéndose a un proyecto de cambio social. Ahí echa raíces el progresismo, que pretende fabricar un paraíso en la tierra, pero sin reconocer la posibilidad de un más allá. Eso perfila al individualismo nihilista, que para llenar el vacío de Dios, muchos se conforman con pequeños placeres, con una paz superficial que nunca cuestione el origen de su ser: su conciencia.
Algunos filósofos, psiquiatras y biólogos niegan la existencia de la conciencia. Dicen que es un constructo cultural, un fenómeno bioquímico moldeado por la educación afectocultural y las experiencias que recibimos a lo largo de la vida. Habría que aclararle a estos pensadores sin alma, que la conciencia no es una invención humana, sino una autoridad moral que nos orienta hacia Dios. San John Henry Newman, en 1875, en una carta dirigida al Duque de Norfolk, a propósito de esto mismo, escribía «la conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo». No, la conciencia no es un producto de la cultura ni un simple mecanismo del cerebro. Es un pequeño haz de luz con el que nacemos. Es la ley natural inscrita en nosotros. Es lo que el progresismo desprecia: porque no es medible, porque pertenece al individuo profundo que todos llevamos dentro, porque nos aleja de la masificación y nos impide seguir ciegamente lo que dictan las ideologías.
La conciencia no es un constructo artificial. Es más bien un ser vivo que habita en nosotros, que puede ser educado o deformado. Es por lo que santo Tomás de Aquino enfatiza en su Suma Teológica (I-II, q. 19, a. 5), y dice: «La conciencia es el dictamen de la razón por el cual juzgamos que algo debe hacerse o no hacerse.» Es decir, que la conciencia es un acto de la razón que debe estar bien formada para guiar nuestras decisiones. Una mala conciencia puede instalarse en el alma y atraparnos, pero no es imposible recuperar su luz. La perfección a la que Dios nos llama pasa, ante todo, por el deseo de alcanzarla como somos, por lo que somos, es decir, desde la humildad, que en eso consiste, en reconocernos como somos y llegar a Dios sin perder la esencia que nos donó gratuitamente. La conciencia es la brújula que nos orienta y reorienta hacia nosotros mismos y a los demás.
El cristianismo, si es fiel a su origen, no puede ser la religión de un Estado, de un barrio o de un grupo
Y llegado a este punto, me adelantaré a los que piensen que ser como soy me lleva a vivir una vida sin conciencia, y les diré que eso no es posible, que el mal incompatible con Dios. Es difícil justificar en conciencia que matar es bueno, que el aborto es un derecho o que la eutanasia es por el bien de las personas. Quienes realmente creen en estas cosas de corazón han debilitado su conciencia hasta someterla a las modas, a las ideologías reinantes.
Por eso, el cristianismo, si es fiel a su origen, no puede ser la religión de un Estado, de un barrio o de un grupo. No es algo que se pueda delegar en instituciones. La relación con Dios es una llamada personal que solo puede alcanzarse a través de la propia conciencia. Frente a esto, las ideologías pretenden salvar a los hombres de sí mismos, arrebatándoles lo único que les puede hacer realmente hombres: su libertad interior.
El hombre ha sido creado para la verdad, y la verdad exige una conciencia libre y despierta. Quien la ahoga, pierde su humanidad y por ende, quien la ilumina, se acerca a Dios.
Carta al Duque de Norfolk (Rialp), de John Henry Newman. Ya que hemos citado esta obra, la ofrezco entre las recomendaciones. Newman posee la capacidad de formular reflexiones de alcance intemporal, vinculadas a los grandes debates intelectuales y doctrinales de su tiempo. Esta carta, escrita en respuesta a las críticas de Gladstone contra los católicos, es hoy reconocida como una de las obras más esclarecedoras de la literatura cristiana sobre la conciencia moral. Sus escritos, marcados por un profundo sentido práctico, reflejan el firme compromiso pastoral que guió su labor.
El espejismo del yo (Sekotia), de Fernando Pérez del Río y Mercurio Alba. En una época en la que la exaltación del yo ha alcanzado tintes casi religiosos, este libro analiza en profundidad las causas y efectos del individualismo extremo que define a la sociedad occidental actual. Desde la huella histórica del luteranismo hasta el auge de las políticas identitarias, los autores revelan cómo la obsesión por la autonomía personal ha debilitado los lazos familiares y comunitarios que, durante siglos, han otorgado significado a la vida humana.
Laicidad y libertad de conciencia (Alianza), de Jocelyn Maclure y Charles Taylor. La laicidad se considera un pilar esencial de las democracias liberales, garantizando la convivencia entre ciudadanos con distintas visiones del mundo. Generalmente entendida como la separación entre Estado y religión, su definición precisa genera debate. El presente libro contribuye a aclarar este debate analizando los principios constitutivos de la laicidad en un marco de diversidad de creencias y valores, religiosos o no, que profesan los ciudadanos.